14 de agosto de 2013

Noche de Luna llena.

Caminé entre las oscuras sombras de los árboles del Paseo del Parque en dirección a la Avenida de Cervantes. Me había tomado 3 tintos de verano y había saboreado aquel aroma característico de algún que otro porro de mis compañeros. Caminaba solo en dirección a mi casa tras una dura, pero entretenida jornada de trabajo. En el cielo, ocultando la resplandeciente y redonda Luna, se adivinaban unas cuantas nubes que un rato antes habías dejado caer algunas gotas. La humedad de aquella noche de Agosto impregnaba la calzada con un brillo tan agradecido como inusual. Dejé atrás el Ayuntamiento y el Rectorado y ascendí hacia la calle Alcazabilla por la Travesía del Pintor Nogales. Los árboles junto a la entrada de la Alcazaba agitaron algunas hojas a mi paso y disfruté de aquella breve brisa que me azotó el rostro. Observé el teatro romano coronado por la muralla oeste de la Alcazaba y me imaginé batallas antaño sucedidas en aquel mismo escenario. Las gradas del teatro, alumbradas siempre por las farolas de la calle, ofrecían un aspecto fantasmagórico que incitaban a apretar el paso. La Luna llena vigilaba la escena.
Oí algunos murmullos lejanos, gente que, al igual que yo, se disponía a llegar a sus hogares. Oteé el cielo en busca de algún rastro de las Perseidas que se habían dejado ver un par de noches atrás, pero apenas conseguí distinguir algunas motas blancas lejanas en el cielo. Enfilé Calle Victoria en dirección al Jardín de los Monos y me distraje observando cómo dos jóvenes se enfrentabas con miradas asesinas y empujones en el hombro. Apreté aún más el paso cuando pasé junto a ellos y permanecí alerta al comprobar que por un instante me habían mirado. Supuse que siguieron con su riña porque no oí pasos acercándose a mi espalda y retomé el rumbo de mis pensamientos. Y de repente me embargó la desilusión.
Al día siguiente era mi día libre. Día que había ansiado desde el jueves anterior para poder irme a la playa, al cine o simplemente a sentarme en un banco en un parque con él. Pero no podría porque, nuevamente, las circunstancias se habían puesto contra nosotros. Llevábamos ya un mes y medio luchando contra aquel mal que acechaba nuestra relación con garras cada vez más afiladas: la distancia. Y sus circunstancias personales, claro. Sentí rabia, impotencia, furia. No podía creer que tuviera que estar 2 semanas más sin poder verle, sin poder sentir sus labios, sin poder tocar sus manos, sin mirar sus ojos...  No sabía cómo actuar, aunque sospechaba que no había nada que pudiera hacer, pero me hacía sentir peor la idea de que él sí podía hacer algo por cambiar aquella situación y, sin embargo, se quedaba de brazos cruzados. ¿Es que, acaso, no le importo? ¿Es que no entiende que yo sufro tanto como él por todo lo que pasa? Entendí que estaba harto de la situación, que era mejor callar para no empeorar las cosas, que no había nada que pudiera hacer porque todos sus intentos anteriores habían sido en vano; pero yo estaba comenzando a hartarme también. La paciencia tiene un límite, y el mío estaba cerca. Sin embargo, y a pesar de todo, le amaba. Recordé una frase que había oído en una canción aquella misma tarde: "You are the piece I can't replace". El llanto acudió a mi y comencé a llorar desconsoladamente... No sabría decir lo que sentí en ese momento. Lo único que sé es que no iba a verle al día siguiente y, como no era la primera vez que pasaba, cada vez le echaba más de menos. 
Llegué al Jardín de los Monos. Miré alrededor para evitar cruzarme con alguien que me viera llorar; la plaza estaba desierta. Olía como siempre, igual que la gente que acostumbraba a pasar allí la mayoría del tiempo, una mezcla de suciedad, alcohol y orines. Contuve brevemente la respiración, pero alerté a algún gato cercano de mi ausencia con un sollozo y salió corriendo hacia los arbustos de la plaza. Seguí ascendiendo por Calle Cristo de la Epidemia sin parar de llorar y no pude soportarlo más: me doblé por la cintura y vomité en el hueco de la puerta de un garaje. Las piernas me temblaron y caí de rodillas cuando me llegó otra arcada. Seguí llorando con aquel desagradable sabor en la boca y aquel aroma en el ambiente. Me sentí más solo y vulnerable que nunca. No era realmente consciente de lo que me afectaba todo aquello hasta esa noche. Me puse en pie apoyándome en la pared, me sequé los labios con el dorso de la mano y continué el camino hasta mi casa, a apenas un par de calles. Me dije a mí mismo que no podía volver a suceder aquello, que la víctima no era yo, sino él, por mucho que a mí me afectara también. Debía ser fuerte, debía apoyarle, animarle y demostrarle que estaría ahí pasara lo que pasara porque le amaba. Soplé en dirección a la luna mientras formulaba el deseo que había estado formulando desde hacía un año y entre en el portal.
Me acosté en la cama exhausto y le escribí algunas palabras un tanto duras en el whatsapp. Quizás no lo entendiera, pero me veía obligado a hacerle sentir rabia, a hacerle enfadar para sacar un poco de maldad de su interior, para que espabilara y dejara de tener tantos miedo. Espero que algún día entienda que siempre que le hablo así de duro es por su propio bien, para ayudarle. Me tranquilicé e incluso sonreí a la oscuridad de mi habitación mientras pensaba que todo saldría bien. Pronto acabará todo. Te lo prometo.

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